Hubo unos meses en los que el único bar que había en Villalbarba (132 habitantes, Valladolid) era el de su penúltima sílaba. No había donde disputar las acaloradas partidas de dominó ni donde tomar un café o una cerveza; el ocio se limitaba a quedarse en casa o salir a pasear por el páramo eterno que rodea esta población, un binomio poco estimulante para las relaciones sociales en localidades tan pequeñas. Un hombre que camina despacio, bien abrigado, lo deja claro: “Si no hay un cacho bar en un pueblo, no nos miramos nadie”. Hasta que llegó Yasmín Colino.
Yasmín, gerente del bar y de una tienda de ultramarinos, no paga alquiler ni por su vivienda ni por ambos locales, que ocupan la antigua escuela. Esta zamorana de 31 años fue la elegida por el Ayuntamiento para volver a ofrecer a los vecinos esta posibilidad. En Castilla y León hay 2.000 bares menos que en 2010 y todas sus provincias perdieron bares en 2018, según el anuario de Hostelería de España, que contabiliza 280.000 establecimientos de este tipo, casi 20.000 menos que en la última década.
El órdago de Villalbarba, cercano a Tordesillas y a Villalar de los Comuneros, superó a los que se lanzan en las manos de mus que ahora se disputan sobre esas mesas de madera: quien llevara el negocio podría ocupar sin coste la casa aledaña y el espacio para la tienda con una ayuda para los gastos. Ningún lugareño se ofreció. Pero llegaron 600 solicitudes incluso desde Barcelona o Canarias. Nicolás Petite, de 59 años y alguacil del pueblo, destaca que fue así como se percató realmente de la crisis económica. Esas personas no querían ganar dinero, sino sobrevivir.
El alcalde, Carlos Martínez (PP), de 34 años, sentencia: “Un pueblo sin bar es un pueblo muerto; el bar es un servicio público”. El regidor, que se dedica al marketing digital en Valladolid, aplaude la labor que hace Yasmín y recalca que las redes sociales fueron clave para lograrlo. Cuando en enero puso la oferta en Facebook rápidamente recibió un aluvión de solicitudes.
Yasmín abre la pequeña tienda, donde vende de todo, y un par de horas después hace lo propio con el bar. Apenas cinco vecinos entran durante la soleada mañana del pasado viernes, día de la Constitución, algo que contraría a la dueña. La misma ausencia de personas se ve por las calles, bien conservadas y con varias viviendas rehabilitadas. Entre ellas sobresale una iglesia imponente con un retablo policromado.
El rostro y tono amables de la camarera cambian cuando narra la contradicción de que la gente quiere un bar donde entretenerse, y llora su ausencia, pero no hace el gasto necesario para su mantenimiento. La pescadilla que se muerde la cola. De momento piensa seguir allí para amortizar inversiones, pero si el público no se deja los cuartos, tendrá que tomar decisiones. Las botellas que decoran el amplio local, ya con adornos navideños, no se pagan solas. Tampoco la calefacción, que caldea sendas salas amplias, con varias mesas y sillas de madera. Un árbol de Navidad ocupa una esquina; una cesta navideña, jamón incluido, aguarda a que la fortuna abrace a quienes compren una papeleta.
Los cafés y los chupitos que suelen pedir los parroquianos, en su mayoría ancianos, no dan mucho margen económico a Yasmín, madre de un niño rubio que se distrae con una tableta electrónica que no para de emitir ruidos. Los habitantes de Villalbarba afirman que suelen acudir después de comer pero que no son de grandes gastos, más allá de algún sábado o en el inamovible vermú después de la misa dominical. La camarera agradece con una sonrisa sincera cuando los más jóvenes piden “unos cubatas o unas hamburguesas”, comandas que aumentan los ingresos de la cantina. El combinado cuesta tres euros y medio; la comida, seis.
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