Recientemente la escuela universitaria de turismo Ostelea ha publicado un informe sobre turismo comunitario en el que he participado. Creo que puede resultar interesante señalar algunos de los aspectos que diferencian a este tipo de turismo y que deben protegerse a lo largo de su desarrollo como actividad socio-económica.
Podemos hablar de turismo comunitario cuando son las propias comunidades locales, normalmente de tipo rural, las que ponen en marcha y controlan los proyectos turísticos, definiendo los objetivos y los límites de los mismos para mejorar su calidad de vida.
El turismo comunitario sería, idealmente, una herramienta que poblaciones interesadas en el turismo como fuente complementaria de ingresos deberían poder usar en una gestión equilibrada de los recursos, permitiéndoles controlar los costes y beneficios económicos, culturales, sociales y ecológicos de la actividad turística.
Un turismo comunitario que merezca este nombre debe estar controlado por las poblaciones afectadas, no por grandes empresas ajenas a las mismas, mantiene el control de los recursos y los beneficios generados en manos de la comunidad local y desde un punto de vista cultural no rompe la continuidad en la producción de sentido comunitario.
Sin embargo, de manera generalizada, pero especialmente en América Latina, el impulso político y por tanto el desarrollo que se está viviendo este tipo de turismo es excesivamente tecnocrático y basado en una filosofía neoliberal que lo concibe como un engranaje de una industria controlada por grandes empresas transnacionales y prioriza los intereses empresariales sobre los socio-comunitarios. Por este camino el turismo comunitario corre el riesgo de convertirse en una estrategia de marketing más que en una herramienta de desarrollo justo para las poblaciones.
No obstante, hay casos de éxito en comunidades indígenas, por ejemplo en Ecuador donde unas 120 comunidades, organizadas bajo el proyecto Atacapi-OPIP (Organización del Pueblo Indígena de Pastaza), llevan desde 1995 intentando gestionar su territorio y sus recursos de manera sostenible, minimizando los impactos ambientales y sociales de la actividad turística. Para ello, entre otras cosas, limitan el número de visitantes a 15 en cada comunidad al mismo tiempo.
No merece la pena señalar proyectos fracasados, pero sí recordar que cuando la política estatal o las empresas turísticas entran como una cuña en este tipo de proyectos y la población pierde el control sobre sus recursos, la capacidad de tomar decisiones y de equilibrar costes y beneficios, ya no es importante que el desarrollo turístico sea un éxito a nivel económico/empresarial, porque a nivel socio-cultural habrá fracasado.
Los beneficios vienen precisamente de una gestión equilibrada y justa del territorio y sus recursos que permita mejorar la calidad de vida de los habitantes de las comunidades.
Estas comunidades deben encontrar una vía justa de inserción en el sistema-mundo, lo que supone dar valor a sus conocimientos, a sus formas de relación con el territorio, los recursos y sus formas de producción.
El mayor reto es que esto no se convierta en un “relato” bonito para seguir engordando las cuentas de resultados de las empresas transnacionales que controlan la industria turística mundial y que realmente los proyectos comunitarios sigan bajo el control de los pobladores, sirviendo, por tanto, a sus intereses. Algo por otro lado tremendamente complicado pues mayoritariamente son dependientes de infraestructuras y cadenas de comercialización controladas por estas empresas.
Raúl Travé Molero
Fuente: https://touratabex.com/